Se bajó de la vida
Se bajó de la vida
El niño fue empujado del vagón anterior sin previo aviso, obligándole a crecer. Al atravesar el umbral de la puerta sintió como, en contra de su voluntad, la mochila de sus espaldas se hacía más pesada: responsabilidad, presión y peso de cumplir expectativas de sus referentes ocuparon el bolsillo en vez de la despreocupación. A su vez, fue como si olvidara todos los recuerdos anteriores, de los cuales solo quedaban imágenes borrosas de sus amigos de la infancia, que llenaban los vagones anteriores con sus inocentes risas interminables. Ahora los asientos eran ocupados por unos compañeros de viaje que no parecían muy complacidos de compartir nuevas memorias. Habían levantado sus miradas de los libros de texto que con tanto fingido esmero leían para observarle; todos ellos vestían unas extrañas máscaras que ocultaban su verdadero rostro.
Antes de que pudiera huir, el profesor le tendió delante una máscara similar a la de los demás alumnos para que se la colocara. El la observó, curioso: las únicas entradas que tenía la superficie eran las oberturas de los ojos. Al ver que el estudiante no reaccionaba, el mismo profesor se apresó a taparle su emotivo rostro. Este se retorcía mostrando disgusto, pero eso a él no parecía importarle. La máscara no parecía tener intención de dejarle respirar y dificultaba la entrada de aire, incomodándole aún más. No se sentía a gusto en ese frío ambiente hostil y ajeno, pero no tenía opción alguna: la puerta del vagón previo había desaparecido, no había vuelta atrás. Justo entonces ocurrió la primera sacudida. Esta la sorprendió, ya que antes no había baches en el camino, sino un ágil y liviano movimiento sobre las vías.
A desgana, decidió buscar un pupitre en el que sentarse ya que parecía que ese trayecto iba para largo. Observó que las manecillas del reloj del final de la sala ya no se movían tan rápidamente como cuando era niño, ahora se podía llegar a apreciar cómo se movía el segundero. Y su pecho se hundía a cada tic-tac, a cada paso que realizaba. De repente, la luz que se filtraba por las ventanas enrejadas formando una sombra siniestra en el suelo del vagón, dejó de hacerlo. Otra sacudida indicaba la entrada a un túnel.
El adolescente decidió obviar como quemaban las miradas de los demás pasajeros, tras las máscaras de felices sonrisas, atentos a que demostrara una grieta por la que se escapara debilidad, por donde poder romperle. Algunos empezaron a cuchichear a medida que caminaba cerca de ellos, así que continuó avanzando, pasando de largo, hasta dar con un lugar para él. Le giraban la cara, hacían intentos por tragarse su risa, en vano. E incluso llegaron a lanzarle bolas de papel a las espaldas. Cuando el joven se giró, los culpables habían escondido la mano en un intento de disimular. Las máscaras tapaban sus sonrisas de satisfacción, pero él podía leer sus ojos descubiertos. Reanudó su camino, esta vez encarando hacia atrás para prevenir cualquier puñalada trasera, hasta tropezar con la zancadilla que le habían puesto. La tercera sacudida fue más poderosa y acompañada de la trampa que le habían tendido, tiraron al adolescente al suelo.
Desconcertado miró a su alrededor: la máscara se había desprendido de su lugar dejando ver las lágrimas saladas que llevaban rato resbalando por las mejillas, rojas de impotencia. Tenía las rodillas magulladas que sangraban, y esto le hacía parecer aún más humano. Sus sentimientos, su verdadero ser, había quedado expuesto como un cuerpo abierto en canal ante los tiranos del vagón, que estallaron en carcajadas. Algunos se dignaron incluso a señalarle como si fuera un payaso del circo que había caído de la cuerda floja. Humillado y profundamente dolido, se liberó de la pesada mochila, la única atadura que le hacía permanecer en el vagón, y la abandonó en el suelo. Tomó impulso para alzarse, alentado por la idea de que no sería por mucho tiempo. El vagón estaba casi a oscuras y él ya no veía la luz al final del túnel. Así que, a tientas, buscó alguna salida posible. Como adelantar el tiempo no era una opción, solo quedaba una solución: pararlo.
Una cerradura hizo “clic” y se abrió una puerta, que antes no estaba, al lado del adolescente. De fondo percibía abucheos, risas, palabras y frases irrepetibles que jamás volvería a oír. Este, sin echarse hacia atrás ni para tomar impulso, se abalanzó hacia su única escapatoria.
Y se bajó. Se bajó del tren. Y de la vida.
Nos leemos, Nym
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